martes, 10 de marzo de 2009

LOS GRITOS DEL SILENCIO




R
ecuerdo que esa mañana estaba constipado. Iba a llamar al trabajo para decir que no iba. Me encontraba mal y lo que menos deseaba era ponerme delante del ordenador en otra de esas jornadas maratonianas de diez u once horas escribiendo, metiendo notas de prensa, redactando algún reportaje que tenía olvidado. Antes de hablar con mi jefe, me fui a la cocina a por un ibuprofeno. Me lo tomé y puse la tele. Y allí ví el horror, en la expresión más cercana, quizás, a lo que describía Kurtz en El corazón de las tinieblas. Llamé a la redacción y allí estaban todos paralizados pegados a la tele que en esos momentos sólo nos relataba confusión mezclada con tristeza e impotencia.

Me fui directamente al trabajo. Lo primero que hice aquel jueves 11 de marzo de hace cinco años fue ponerme a escribir (sin saber exactamente qué es lo que había pasado), un artículo de opinión como este. Lleno de desazón, mis dedos apenas podían recorrer el teclado para expresar lo que sentía. Mientras escuchaba los comentarios de mis compañeros, dirigiendo exabruptos hacia los responsables (desconocidos en esos momentos), de la masacre, yo sólo pensé en los ocupantes de esos trenes, sólo pensé en Atocha, El Pozo, Santa Eugenia... en los trabajadores, en los estudiantes, en sus padres, madres, hijos, esposos... en sus vidas truncadas.

Poco a poco íbamos sabiendo más. Nadie escribía. Todos mirábamos la tele. A las doce del mediodía, concentración en el Ayuntamiento. Alguien tenía que ir. Me tocó. Sólo se escuchaban los gritos del silencio. Puede que ese sea el momento más doloroso al que pueda asistir en toda mi carrera. Fue insoportable, pero a la vez dolorosamente bello porque la gente no acudió a una convocatoria, sino que fue algo espontáneo. Todos perdimos algo en esos raíles ensangrentados por el fanatismo y por eso estábamos allí.

Seguimos paralizados. Cada cinco minutos se conocían datos nuevos. El Gobierno, mientras tanto, zozobraba y nos mentía. Muchos pensamos en un primer momento que fue ETA pero Arnaldo Otegi condenó el atentado. Algo olía a podrido en La Moncloa. No fue ETA. Todos lo supimos en ese momento, incluso Aznar, pero él se empeñó en mentir y en pasar a la historia como el presidente que jugó con la memoria de 191 muertos y 1.858 heridos. Dos días después, supo cómo se lo pagó el pueblo.

Por la tarde fue momento de empezar a escribir algo. Sin ganas, sin pulso, sin ánimo. Mientras trataba de esbozar un artículo con un mínimo de cordura y de imparcialidad, a uno le entraron ganas de arremeter contra el fanatismo, contra el odio de un ser humano contra otro, contra la (mala) política, contra el engaño, contra la distorsión informativa. Aquella tarde, sólo pude escribir de historias mínimas, del señor que iba a hacer algunas compras al centro de Madrid, del estudiante que acudía a la universidad, de la señora que visitaba el hospital a ver a un pariente. No quise hablar de versiones oficiales o de líneas de investigación. Hubiese vomitado encima de todo ello. No tenía cuerpo para copiar y pegar de agencias y sólo para poner negro sobre blanco lo que me salía del alma.

Ese fue el único día que toqué el asunto del 11-M. Esas horas me dejaron KO. No he vuelto a escribir de ello desde ese jueves 11 de marzo de 2004, y creo que tampoco he tenido una conversación sobre ello desde aquellos días. Cinco años pasan rápido pero a uno le quedan marcados a fuego ciertos recuerdos. Ese día es uno de ellos.

4 comentarios:

Alfonso Piñeiro dijo...

Estaba en Madrid. Recuerdo las caras de tristeza, la mirada perdida, como canta mi amigo Lucas: "recuerdo perderme y hablar con la gente el día en que Madrid se paró". Estuve aquella tarde en la estación de Atocha, nadie parecía nadie, todos rompimos nuestra agenda, lo que servía de pronto se antojó inútil. Había que seguir con la vida de cada día, pero aquel insulto a la rutina era lacerante. Pasé aquel fin de semana en Miranda de Ebro, con un amigo y sus 35 (sí, 35), primos y primas. En un momento de la cena el levantó su copa y dedicó un brindis a quienes habíamos ido desde Madrid, porque podíamos haber no estado allí. Entonces alguna gente aplaudió, otra lloró, y otra nos abrazó. Y entonces supé que no había sido Madrid, sino todo el país, y quizá parte del extranjero, el que se había parado.

Durante tres largos días el Gobierno mintió. Todos los bulos sobre la cadena SER o los "pásalo" son rastrojos que tratan de ocultar lo que sucedió: que millones de ciudadanos sabíamos, de pronto, que no podíamos confiar en nuestro ministro del Interior ni el presidente del Gobierno. ¿De quién entonces? Aquella desesperada pregunta vuelve cada vez que recuerdo a Acebes tildando de miserables a quienes sostuvieran una tesis contraria a la oficial. Lástima que este país de memoria meapilas olvide tan rápido que algunos fueron, aquellos días, ases del UTFE: Utilizar el Terrorismo con Fines Electorales.

Miguel A. dijo...

Amén.

el_ditero dijo...

Muy bueno Miguel Angel.

Miguel A. dijo...

Gracias por los apoyos...