viernes, 28 de diciembre de 2018

Obsolescencia y exorcismos

“No saber de uno mismo; eso es vivir. Saber mal de uno mismo, eso es pensar.” 
Fernando Pessoa.
El libro del desasosiego.


El titilar de la lámpara no le dejaba escribir.

Fmal se entretenía arrugando el papel que yacía sobre la mesa sintiendo que no era capaz de seguir con el renglón que había iniciado unas líneas más arriba. La soledad le perturbaba pero sabía que era el único camino para llegar a terminar el relato que había iniciado varios días antes pero al que no le veía un final claro. Para ser sinceros, tampoco sabía cómo darle cuerpo y sentido a la narración. Pensó que al menos tenía un buen inicio y se sentía indefenso e temeroso de no cumplir con las expectativas que se había marcado. “Un buen principio puede quedar arrasado por un mediocre final”, se decía para sí mismo ante la perspectiva de fracasar en el intento de ser escritor.

Fmal languidecía sobre la silla, muertos los brazos, dejando caer al suelo el gastado lapicero que usaba para dar vida a su relato. El ruido leve y sordo del madero sobre la losa quebró la quietud de la estancia. Las tripas de la casa regurgitaban y le recordaban…

“¿Qué le recordaban?”...

Félix se detuvo ahí. No pudo continuar la historia de Fmal porque no tenía mimbres. No tenía idea de por dónde proseguir la narración. Quería ser trascendente en su vano intento de ser contador de historias pero era consciente que estaba cayendo en lo inane. Quería contar una historia con fondo, pero solo había puesto una palabra tras otra. Quería darle sentido a una ensoñada carrera como escritor, pero cayó en lo obvio…

“Félix, no vas a ser escritor”.

Y Félix estaba en lo cierto. Su relato sobre ese personaje que había creado hace escasos minutos había nacido fallido. No era ni intento de relato. Fmal quería ser escritor tal y como pretendía el propio Félix para sí mismo. Pero Fmal acababa de morir apenas unos minutos después de haber nacido como personaje y el autor se sentía absolutamente desesperado. Metaliteratura. Metafracaso.

Cabeza gacha, desesperación latente, mirada perdida, sensación de fracaso. Se preparó un café y perdió su mirada a través de los cristales del gran ventanal. Deseó que estuviese lloviendo para hacer más emocional, más romántico, más triste esa epifanía portadora de malas nuevas para el aprendiz de escritor. Más vale que se dedicara a otra cosa. “Mi padre ya me lo decía. Tengo demasiados pajaritos en la cabeza”. El pragmático progenitor quería una carrera de bien para el segundo chico de la familia. La madre le azuzaba con que siguiera sus instintos artísticos. Siempre se le dio bien eso de crear. “Pero crear no te da de comer”, musitó Félix para sí.

Crack.
“¿Qué es ese ruido?”

Félix se alteró por el inesperado crujir de las maderas de la casa. El siempre molesto viento de Levante no ayudaba a decrecer la sensación de peligro que el tétrico ruido le había provocado. Con el corazón palpitando, Félix tomó la decisión de investigar de dónde procedía ese chasquido que le quebraba el alma.

Crack.

La casa siempre había sido silenciosa. Vieja, pero silenciosa. Los cuidados a los que la sometía Félix periódicamente daba como resultado que luciera esplendorosa en todas sus facetas: como casa, como edificio histórico y singular y lo que es más importante, como hogar. Eso al menos, es lo que le gustaba pensar a él. Siempre argumentó de modo presumido que los vecinos se maravillaban al verla. Los veía detenerse delante de la puerta o en su esquina prominente que daba a la calle Larga. Era feliz cuando los observaba tras el cristal cuchicheando sobre la magnificencia de su planta, lo equilibrado de sus formas, la luminosidad de su fachada, lo imperial de sus cierros y rejerías. Era feliz siendo el único habitante de la casa, por más que en los bajos Antonio se ganara la vida con su pequeña ferretería, lugar de peregrinación de los vecinos no siempre en busca de tornillos, clavos o espiches. Antonio era un gran conversador y eso llenaba de alegría los días de Félix. También lo era Vicente Pancita, que con su frutería era otro de los puntos de interés del barrio. Buena verdura y fresca fruta de su propia huerta por la que venían preguntando desde otros puntos del pueblo. Y qué risas se echaba con las señoras el bueno de Vicente.

La casa era vieja, pero cuidada. No le faltaba ni un detalle y siempre intentaba mantenerla limpia. Subía a la azotea para cerciorarse de que los pináculos y jarrones de los pretiles estuvieran en perfecto estado, que los guardapolvos de pizarra no sufrieran los desmanes del tiempo, que la pared siempre luciera blanca de cal, que las cornisas estuvieran libres de malas hierbas y que los cierros, rejas y ventajas cumplieran su función a la perfección. Llegaban incluso desde la capital para admirar la majestuosidad de la gran casa que daba la espalda a la Iglesia Mayor con quien rivalizaba en prestancia ante vecinos y foráneos. Pero a pesar de tan importante adversaria, su casa no tenía rival. Sabía que era la envidia del barrio.

Crack.

Un ruido más, cada vez más fuerte, cada vez más cercano y penetrante. La casa aparecía quejumbrosa ante los ojos de un Félix que acumuló a partes iguales excitación y ansiedad por desvelar el misterio de aquel infernal crujido. Agarró una vieja linterna de latón que guardaba en el escritorio, sede de su fracaso como escritor, y con desvelo de detective buscó presuroso el pasillo para adivinar qué emitía aquel clamor terrorífico.

El pasillo largo que apuñalaba toda la planta del edificio se antojaba demasiado oscuro y lúgubre para un solo hombre. Félix se afanó en el paso y agudizó los sentidos para tratar de averiguar cuál era el foco de su desazón. La linterna apenas emitía un hilo de luz, imperceptible ya a un par de metros en avanzada. La inseguridad crecía en el hombre de la casa, que apenas respiraba por no interferir en la quietud que tanto amaba y que se veía amenazada por el sutil pero luctuoso ruido que empezaba a incomodarle.

Catacrack.

“Suena como a pasos sobre la madera”. El temor aumentaba a cada paso que daba. Aunque concentrado en el problema, trataba de pensar en cosas agradables, en los momentos tan gratos que la casa le había proporcionado en ese autoimpuesto retiro en el que vivía ya desde hace unos años. Sabía que se había ganado fama de huraño eremita, pero siempre tuvo disposición a ayudar a quien llamara a su puerta. Pero se sentía solo, demasiado solo desde hacía demasiado tiempo.

¡Catacrack!

El ruido se volvía cada vez más tangible, más oscuro, más pesado y cavernoso. Una especie de chirrido intermitente que se alternaba con una suerte de pitido corto empezaba a taladrarle los oídos. Él, que tanto amaba la paz de su casa, empezaba a angustiarse por los ruidos que se abalanzaban sobre su hogar.

“Estoy perdiendo la cordura. Seguro que no es nada. Una tabla desenclavada, una losa suelta, una conducción que pierde aire o agua. Sí, seguro que es solo eso”, razonaba Félix que trataba de agarrarse a la realidad que conocía. Buscaba reconocer cada rincón de su casa, cada estancia. “Sí, aquí está el cuarto de invitados. Todo está en orden”, susurraba entre dientes. Otra alcoba, un baño, un trastero hasta llegar a la escalera. Cerró tras de sí la puerta cuando escuchó un cuchicheo lejano. Miró hacia la planta superior para desentrañar el misterio, pero la oscuridad le impidió aclarar su mente. Pensó que serían los vecinos alarmados ante semejante escandalera que decididamente, procedía del exterior.

“Es mi casa. No pueden entrar aquí. Es mi casa. ¿Por qué no han llamado a la puerta como Dios manda?”.

Crack.

Bajando la escalera, el estruendo era mayor si cabe. Directamente proporcional crecía el miedo en el fuero interno de Félix que notaba como le castañeteaban los dientes aunque trató de tranquilizarse a sí mismo pensando que se lo provocaba el fresco que hacía fuera de su estudio. La escalera que le llevaba al mismo Averno desembocaba en un rincón, en un ángulo oscuro, donde no, no se veía ninguna romántica arpa. Félix trató de apuntar con la luz pero apenas disponía de pilas en la linterna. Ante él estaba la disyuntiva de seguir el camino emprendido sin apenas claridad y con la incertidumbre de qué se encontraría unos pasos más adelante o volver en busca de más luz… o de ayuda, pero ¿a quién podría pedírsela? Estaba solo en este mundo. Su soledad era buscada, querida, necesaria.

Un golpe hosco, ensordecedor le hizo caer al suelo. No se esperaba ese tumulto que lo dejó petrificado. Quedó tumbado sobre los últimos peldaños de la escalera, absolutamente desorientado y presa, ahora sí, del temor más inmenso. Ese horror a lo desconocido. Vivía una sensación nueva y creyó que era lo peor que le había pasado en su vida.

Félix solo quería escribir y vivir tranquilo en su casa. Aún recordaba los vasos de fino que se tomaba los domingos en el bar de Ariza, al que los lugareños conocían como Moñiga, porque según dicen, el chicuco tenía vacas en la trastienda. Se agarró fuertemente a esos recuerdos de momentos luminosos y alegres. Allí discutía con su amigo Eugenio, compañero de tantas aventuras en el pasado y que ahora se mostraba como un filósofo de la calle, depositario de la sabiduría de la barra de tabanco, doctorado en momentos cumbre junto a los parroquianos mientras se entonan unas alegrías improvisadas a la hora del vermú. Eugenio estaba en el polo opuesto de los intelectuales petulantes que tanto despreciaba por sentirlos ajenos. “¿Qué se habrán creído esos licenciaos que van mirando por encima del hombro?”, proclamaba con su sempiterna caña de Reguera en la mano. “¡Si no han visto mundo!”. Cuánta razón tenía. El recuerdo de Eugenio en el bar del Moñiga hizo aflorar sentimientos que casi hicieron olvidar el trauma por el que Félix estaba pasando. Momentos que ya se fueron. Ahora los echaba de menos y se arrepentía de no ser fiel al ritual dominical.

La oscuridad pegaba dentelladas y la inoperante luz que manejaba el único habitante de la casa no hacía sino prolongar la agonía. Las estancias de la planta baja de la casa se hallaban cerradas a cal y canto y solo las motas de polvo en suspensión se trasladaban de un sitio a otro al trasluz del foco que portaba Félix. La respiración contenida y las gotas de sudor serpenteando por el rostro. Músculos agarrotados, mirada torva y la premonitoria sensación de la inseguridad más absoluta.

¡Crack!

Otro estruendo, cada vez más insoportable, más enojoso. Mientras buscaba entre la oscuridad las respuestas a las cuestiones que se estaba haciendo desde que escuchó el primer rumor en su estudio, notó cómo un incipiente dolor de cabeza comenzaba a taladrarle. No quiere invitados, no quiere ser molestado. Su casa es su casa. Él es el guarda, él es el único habitante y así tenía que seguir siendo. Porque nunca molestó a sus vecinos, nunca tuvo una mala palabra con nadie. En realidad, cruzó escasas palabras en estos últimos tiempos y ahora lo que más deseaba era tener al lado a una cara familiar.

Los pasos se hacían cada vez más difíciles de dar. De repente, un chirrido infernal comenzó a sonar. Félix se tapó los oídos con sendas manos dejando caer a la losa la linterna que irremediablemente, acabó destrozada. Estaba solo, estaba desnudo y desamparado ante la amenaza exterior. No podía hacer nada. De repente pudo observar ciertas luces intermitentes que se colaban por entre las rendijas de puertas y ventanas. El rumor de voces también se acrecentaba y deseó tener mejor sentido auditivo para aclarar ideas. Los molestos intrusos que él pensaba que querían arrebatarle su hogar cuchicheaban; su conversación era imperceptible y lo que adivinaba a escuchar, apenas tenía sentido para él. Al estar puertas y ventanas sólidamente tapiadas, no podía aventurar quién osaba a perturbar su paz conseguida a lo largo de años y años de mantenerse como el alma de esa casa que ahora querían allanar de forma flagrante.

“No me la robaréis. ¡Es mía, es mía!”. Félix se desgañitaba para defender lo que por justicia era suyo.

El chirrido metálico crecía acompasadamente mientras que el asediado morador de la casa trataba de calmarse para pensar qué hacer. Miró a su alrededor y los destellos lumínicos dejaban observar las humedades de las paredes, las cornisas descompuestas, las losas rotas, los muebles desvencijados, la madera carcomida, los cristales hechos pedazos, los travesaños ajados. No podía dar crédito a lo que veía. ¿Quién había osado entrar en la planta baja a destrozar su casa? Sin encontrar explicación lógica del lamentable estado de la casa en su planta baja, Félix corrió hacia el patio para tratar de buscar algo de luz, pero lamentablemente, la luna nueva era esa noche, más negra que nunca. Félix dio dos pasos hacia atrás y cayó de espaldas. Vio como un montón de piedras se arremolinaban justo en el centro del otrora imperial patio que era el alma de la casa. Era. El pasado se cobra cara a sus víctimas y Félix empezaba a descubrir que su Edén se estaba cayendo a pedazos.

El chirrido metálico cesó. Las voces, no. Durante años, Félix había desarrollado cierta aversión al contacto con sus vecinos. No quería ser malinterpretado. Él disfrutaba de la compañía de sus vecinos, de sus vinos en casa de Ariza, de sus compras ancá Pancita, de sus discusiones con Antonio el de la ferretería, pero sin saber cómo y por qué, paulatinamente se había ido retirando de la cotidianidad y se aisló en sus libros, en sus oraciones, en su ferviente deseo de destacar como escritor en lo que le quedaba de vida. Pero el giro del destino narrativo que Dios le tenía preparado, no lo vio venir. Ese sí que era un magnífico desenlace para su historia.

Se puso en pie. Rápidamente, alcanzó la escalera y en escasas zancadas se encaminó hacia su estudio donde puso mil cerrojos a la puerta. Colocándose detrás del funcional escritorio de caoba, esperaba la llegada del momento final, a la espera de rendir cuentas ante el Altísimo.

A pesar de verse encerrado, intuyó que los allanadores ya estaban dentro de la casa. “Les oigo cuchichear. Hablan con voz queda para que yo no me entere. Están trazando su diabólico plan para hacerme desaparecer y quedarse con esta casa y con lo poco que tengo. Pero, ¿por qué? ¿Por qué a mí?”, se preguntaba angustiado Félix.

La locura transita caminos impensables.

Tumulto en la planta de abajo. Ahora ya se escuchan de forma clara las conversaciones acompañadas de ruidos que él no sabía descifrar.

Vienen a por él.
“Vienen a por mí”.
¡Vienen, ya vienen!

El crujido de la vetusta escalera no hacía presagiar nada bueno. Los que habían entrado por la fuerza en la casa estaban a punto de lanzarse sobre Félix, que ya había perdido todas las fuerzas para defender su morada, para defender su propia vida. Agazapado detrás del escritorio, tomó una vara de avellano que había pertenecido a su abuelo y que su padre, depositario por herencia, la había concedido a su hijo como objeto de alto valor sentimental para la familia. La vara permaneció años en su estudio, inmune al pasar de los días y ahora había llegado el momento en que entraría en acción.

Blandía Félix la vara en el aire de un lado para otro tratando de azuzar a los forasteros que habían penetrado en la casa, aunque aún no estaban dentro del estudio que era el refugio natural del solitario habitante del edificio.

-Esto está hecho un asco.
-Hay que demoler.
-Yo creo que podría reformarse, pero eso sí, poniendo muchos billetes aquí.
-Tenemos orden de tirarla y punto.

¿Tirar qué? ¿La casa? La mueca de incertidumbre se volvió de horror en el rostro, más sudoroso que nunca, de Félix. ¿Quiénes eran esas personas que hablaban de tirar su casa? Y lo que era más incomprensible, ¿cómo la iban a tirar si allí vivía una persona, si allí vivía él? Nadie le había informado de semejante acto de terrorismo hacia la propiedad privada, de este ataque sin igual a los sueños de una persona, de tamaña ofensa al patrimonio cultural de su pueblo. Quiso, en un arrebato de valentía transitoria, salir a hacerles frente, pero le acobardaba la sensación de indefensión y de soledad. Ahora notó que ser el único habitante de su mundo, le pesaba más que nunca. Sintió que había desaprovechado su vida y de repente vinieron recuerdos a su mente como en cascada. A su madre llevándole de la mano a la escuela donde aprendería las primeras letras y las cuatro reglas. El primer amor juvenil (y el único) que nunca fue correspondido y por lo que tomó una decisión que cambiaría su vida completamente. La compañía de Eugenio los domingos en el bar de Ariza, el sabor del fino recorriendo su garganta… Todo su mundo iba a ser destruido.

“¡¡¡Fuera!!!”.

Los empleados de la empresa de derribos no daban crédito. Habían oído un alarido. Los más escépticos no querían dar fe de la evidencia, pero el temor provocado por ese fantasmagórico vozarrón, unida a la negritud de la noche, provocaba no pocos escalofríos entre el personal que venía a derribar la Casa del Obispo.

-Aquí hay alguien-, musitó en voz baja uno de los empleados.
-¡Cómo va a haber aquí alguien! Si ya hace años que los últimos vecinos se fueron. Aquí solo hay mierda y más mierda.
-A ver si vamos a tener que llamar al cura para que haga un exorcismo aquí-, añadió en tono jocoso otro operario.

Ya habían inspeccionado cada planta de la Casa del Obispo. Uno de los trabajadores, el más preocupado por el alarido que había escuchado, posó su vista sobre una puerta inusualmente cerrada en un edificio abandonado desde hace años y que iba a ser demolido en pocos minutos. Tomó el pomo y entró en una estancia que paradójicamente se encontraba aún con el mobiliario en su sitio y bastante más limpia que el resto de las habitaciones. Pensó que se trataría de alguna oficina o estudio de alguien importante. Según le habían contado, allí vivió un obispo que un buen día dimitió y quiso disfrutar de la placidez de su casa. Se adentró y repitió el escalofrío al notar cierto vaho de vitalidad en aquel lugar. Observó que sobre el escritorio yacía una vara de avellano que le agradó, quedándosela para sí. Sin mirar atrás, cerró la habitación y marchó junto a sus compañeros de labor.

-Vámonos de aquí. Este sitio no me da buena espina.- confesó al jefe de la cuadrilla, que dio orden de desalojar el edificio, acordonar la finca e iniciar los trabajos de demolición.

Antes del alba, el edificio sería ruinas. Las máquinas y los camiones debían eliminar todos los escombros y el terreno tenía que quedar alisado para antes de acabar el día. De momento, el lugar que antes ocupaba la casa, sería un aparcamiento. Otros planes de futuro vendrían para el barrio donde ya no existía ni la ferretería de Antonio, ni la frutería de Vicente, ni el bar del Moñiga. Tampoco quedaba ya resto de la Casa del Obispo. Félix pensó en aquel instante que la sociedad ya no necesitaba de los objetos viejos.

-Maldito sea el progreso que acaba con los sueños de la gente-, se dijo para sí quedándose de pie, solo y desprovisto de su vida y de su alma ahora que le habían tirado lo que más quería.

Relato publicado originalmente en el libro Casas inolvidables de Chiclana. AAVV. Editorial Navarro, 2016.



miércoles, 26 de diciembre de 2018

Mitos (V)

Poesía y flamenco unidos por dos seres muy queridos por mi: Fernando Quiñones y Paco de Lucía. Ambos hablando de Zyryab, el Pájaro Negro, un humanista cuando aún no se hablaba de humanismo. Zyryab es el apodo que recibió el músico bagdadí (luego residente en Corduba) Abu Al-Hasan Ali ibn Nafi que vivió entre el año 789 y el 857, y que influyó decisivamente en el desarrollo de la tradición musical árabe en la Península Ibérica. Se le atribuye el invento del plectro (púa) utilizando la pluma delantera del águila, también añadió la quinta cuerda al laúd y creó un escuela musical sin precedentes. La tradición lo ha considerado como el padre de la música de Al Andalus, un músico que aglutinó la sabiduría de aquel magnífico crisol cultural. Pero por si esto fuera poco, fue además un pionero de las buenas formas en la mesa y de cómo adecentarse. Lo dicho, un humanista cinco siglos antes de que en Italia surgiera esa corriente.

Fernando y Paco le rindieron pleitesía al Pájaro Negro:

MUERTE DE ZYRYAB

Ahora blanqueará este Pájaro Negro que os trajo
la nueva vieja música, las artes
de la ropa, la mesa, amables pautas
en la insensible lepra de los días.

Adiós. Nadie ha de lamentarlo:
dos mil años, no ya sesenta y ocho,
también me hubieran sido breves entre vosotros
y me voy sin llegar a medir ni agradecer
cuanto aquí se me depara, el exaltado o apacible
rielar de horas más vivas que el turquí junto al blanco
del pichón o que el ciego, vedado beso
que enajena y consume la piel donde se ahínca.

Hay algo, sin embargo que, sobre la justicia
de que no llegue a ver el día de mañana,
grita, se desespera y pugna
por borraros y por borrar cuanto me disteis y os dí,
y mirarme otra vez huyendo de Bagdad sin saber para dónde,
o incluso antes, en la hambrienta
niñez y las arenas gastadas de mi pueblo.

Tal, el desatinado, el descortés,
risible anhelo de seguir
que me posee. Perdón
en fin por tan llorosa, más bien tosca
despedida del elegante
cantor que sólo aquí pudo ser él
y ser vosotros para siempre.

Fernando Quiñones. Ben Jaqan (1973).





lunes, 24 de diciembre de 2018

Mitos (IV)


No necesita presentación... Por cierto, Feliz Navidad.





domingo, 23 de diciembre de 2018

Tres momentos

La misma rutina de siempre. A las 7 de la mañana (bueno 7 y pico, que a uno le gusta dejarse abrazar en la cama un poco un poco más), uno se levantaba, se adecentaba un poco, se tomaba el Cola Cao e iba de camino al instituto. Caras de sueño, cansancio acumulado, sensación de desgana y charla con los amigos. Era el día a día continuo de un estudiante de Bachillerato de la primera mitad de los 90, la época que me tocó vivir en el Poeta. Cientos de momentos viví: muchos buenos, algunos excelentes, otros no tanto (tampoco vamos a mitificar gratuitamente), pero quedan dos momentos en la memoria y uno más de propina que afortunadamente, aún me mantiene ligado al “tuto”.

-Paisaje con figuras

Era por mayo. La calor asomaba y estaba en COU. El curso amenazaba con irse mientras la temida Selectividad avizoraba al incauto grupo que formábamos parte de ese curso 95-96. A última hora nos tocaba Historia del Arte, una de mis asignaturas preferidas de siempre. Además la impartía el Mijita. José Antonio Aguilar, qué gran tipo. Pero por muy buen profesor que seas y mucha paciencia que tengas, aguantar a última hora a 30 adolescentes con ganas de terminar el curso y no ver un aula en tres meses, no era plato de buen gusto.

Para hacer más llevadera esa infame hora, el profe puso un vídeo. Apareció Antonio Gala presentando aquel programa llamado Paisaje con figuras donde mezclaba Historia, Arte, literatura y un poco de mito para contarnos cosas interesantísimas. O al menos, así me lo parece hoy. Pero ese día no prestaríamos la atención debida al bueno de don Antonio. El drama comenzó al poco de musitar las primeras palabras el literato. Las mofas de unos, las risas cómplices de la mayoría y los comentarios jocosos a cuenta de la presumida homosexualidad del presentador del programa provocó la catarsis. Realmente enfadado, José Antonio dejó de ser el Mijita, aquel tipo afable y buena gente, para con el rostro cariacontecido, mandarnos a todos a nuestra casa media hora antes de terminar la clase porque no le había gustado el tono de la burla.

No habíamos sido justos. Aunque personalmente no participé de la broma, sí que reí las gracietas a mis compañeros porque no creía que hubiese nada ofensivo en la chanza (éramos adolescentes, conviene recordarlo). Pensé que eran comentarios inofensivos, que no irían más de una broma simplona y en realidad, carente de sentido. En los 90 aún se hacían chistes de mariquitas y lo veíamos tan normal. Yo llegué a casa con desazón. Algo había cambiado en nuestra (cuasi perfecta) relación con José Antonio.

Al día siguiente, el temor. A primera nos tocaba (sí amigos, lo habéis adivinado) Historia del Arte. Llegamos y durante cinco minutos nadie dijo nada. Nuestro profesor se dedicó a escribir en la pizarra una lista de casi treinta nombres de distinguidas personalidades de diferentes etapas históricas. Todos ellos, señores y señoras respetables por lo que habían conseguido.

-¿Sabéis quienes son?

-Sí -, respondimos la mayoría.

-Son todos maricones. Empezamos la clase.

En realidad, la clase ya nos la había dado. Todos nos quedamos muy callados, repasando el mal que habíamos perpetrado el día anterior. Ese día aprendimos algo realmente valioso que no estaba en ninguna programación de aula. De paso, nos rendimos a un profesor inigualable.

-El comentario es el comentario

Seria, justa, comedida, organizada, exhaustiva, calculadora. Estos adjetivos y algunos otros sirven para calificar a Cristina Gómez, nuestra profesora de Historia en aquellos años. Si hoy tengo que “culpar” a alguien de haber estudiado Historia en la Universidad, indudablemente sería a Cristina. Ella supo dar con la clave para meter en la cabeza de sus alumnos que esta disciplina para nada es aburrida. Ella nos hizo comprender que aplicando el método científico a la Historia le quitábamos las telarañas a una disciplina que lamentablemente hoy vuelve a estar desprestigiada porque no se enseña de forma correcta. Culpen a la burocracia de ello.

Recuerdo cómo eran esas clases. Trabajo constante. Gráficas, tablas, exposición de ideas, poca narrativa “tradicional” y comentario de texto. Mucho comentario de texto. Dentro de esos escritos estaba inserta la Historia, solo había que quitar el polvo y la paja para verla. Cristina supo acertar en el enfoque y puedo decir sin equivocarme a que la gran mayoría de los que formábamos ese grupo disfrutamos esos años con sus clases. Clases en las que la participación era fundamental. Normal que luego sacara sobresaliente tras sobresaliente. No es que uno fuera bueno, es que trabajaba con los mejores mimbres.

-Los lunes grecolatinos

Hace algo más de un lustro volví al Poeta. Y el Poeta me salvó. Pasaba por un mal momento personal y profesional. Sin trabajo y casi sin aspiraciones, de la mano de Taetro (algún día se valorará la nunca bien ponderada labor de esta gente) llegué un día al Poeta junto a Eufrasio Jiménez, otro ex alumno del centro, para hablar con Juan Luis Belizón, a la sazón, director en aquel momento del Poeta. Juanlu, amigo de batallas pasadas, acogió el proyecto que le presentábamos con su habitual predisposición. Aquella cosa que acogió con agrado era el Taller de Teatro Grecolatino, la continuación de esos talleres con alumnos de Secundaria que Taetro llevaba ya desarrollando cinco o seis años. Ahora teníamos sede, el salón de actos de nuestro instituto, teníamos todas las facilidades del centro y teníamos alumnos. Con el pretexto de montar algo de Plauto o Aristófanes, buscábamos inspirar a los alumnos en la cultura clásica: debates, charlas, preguntas, improvisaciones, ejercicios, juegos, texto, texto, texto… y estreno en el Teatro Moderno. Ayudamos a muchos chavales y de paso, nos ayudamos a nosotros mismos.

Hoy, más de un lustro después, mantenemos la chispa del teatro en el Poeta, agarrando el testigo que nos dieron los pioneros en el centro (el grupo Capacha, del que por cierto Juanlu fue integrante) y con la ilusión de estar en nuestra casa, con otra rutina. Esta vez mucho más llevadera que la de levantarse temprano.


Artículo publicado en la revista conmemorativa de los 50 años del IES Poeta García Gutiérrez de Chiclana de la Frontera, centro educativo en el que fui alumno desde 1991 a 1996.



viernes, 21 de diciembre de 2018

Mitos (III)

Señoras y señores, los Pretty Things...





jueves, 20 de diciembre de 2018

Mitos (II)

Este año, Queen lo ha vuelto a hacer...





martes, 18 de diciembre de 2018

Ik hou van Amsterdam [English]


Run away from Amsterdam! Dodge what everybody does! Do not follow the flow! Build your own way just like an unfortunate man like Vicent van Gogh did, a man who died alone, poor and sad, but with the head held high after living a life many would desire. This Dutch genius waltzed to the grave thinking about potato eaters, peasants, wheatfield with crows, chairs, café terraces. He died thinking about himself.

Think about yourself if you want to visit Amsterdam. Do it with the cool head and warm heart, ready to discover an amazing city, a fascinating European capital with a charming trace... even if you visit during one of the wildest cold waves from the last decades. That was our case. But the low temperatures sharpened our senses and we felt eager to know the other side of Amsterdam, the one that runs awat from common places and tourist leaflets to get a feel for the city that goes beyond vices and sins. Welcome to the Amsterdam of nooks and retreats, of the alleys and museums. Welcome to the most delightful Amsterdam, where can be tasted in every bar, every bridge, every herring stand. Welcome to the everchanging city.

The core of our well-organized visit to the main city of the Netherlands were the museums. We wanted to take as a reference some of the most important cultural spaces. We wanted the Dutch Golden Age painting masters to be our guides before paying homage to the favorite son of Zundert while having a cup of coffee gazing at the canals and getting some fresh air to dive into the wonders of science in one of the most wonderful museums of Europe. Always counting with time. Time to stroll, to eat, to go shopping, to breath the brimming Amsterdam. Saving some time to visit a historical house full of mysteries and fantastic stories that we are going to tell in one of the next
articles.

Do it yourself

We wanted it to be a memorable trip, remembered by smaill details and things you cannot find in a travel guide. In fact, we went on our own way. We let our feet to lead us. That is how we discovered unique and fairly unknown places. We visited some extraordinary stores selling a great variety of stuff like rubber ducks, phallic gummies or vintage clothing.

Visiting the green areas and markets is a must in every city. Amsterdam has plenty of both. Vondelpark is a place to get away from the daily life. There is something magical about this place that makes it different depending on the season you visit it. Always has something to offer... and prepares you to the whirlwind of Leidseplein, the heart of the city. Bars, restaurants, shops, concert halls, theaters. What makes Amsterdam different to other places is that anything disturbs you, not even the cars or the noise, you never feel overwhelmed or inhibited. It is like sharing a piece of street with your friends or family. A truly cosy city. It is in the streets where the multiple markets linger: Bloemenmarkt, Albert Cuyp Markt, Waterlooplein... A wonderful urban environment.

Actually, there is something among all the things that we did that could be considered mainstream, probably the only one; a canal cruise seeing the most important places of interest from a totally different point of view!

(To be continued...)

Gallery pictures 
This article was originally published in Berenjena Company.



lunes, 17 de diciembre de 2018

Mitos (I)

Los hemos visto millones de veces, pero nunca serán suficientes... El mítico mini concierto de los Beatles en la azotea de Abbey Road.






domingo, 16 de diciembre de 2018

So long, Leonard...


Cada vez que Leonard Cohen susurra en algunas de sus canciones, los vellitos se erizan inmediatamente. Le seguimos echando de menos...





sábado, 15 de diciembre de 2018

¡Viva el reggaeton!

Tus muertos...

Escucha a los Storm. Sevillanos ellos (y siguen dando caña por ahí).





miércoles, 12 de diciembre de 2018

El largo camino del mínimo


Todo empieza por un folio en blanco y una idea cazada al vuelo. Tras darle muchas vueltas, la idea se convierte en personajes, acciones, escenarios, principios, nudos y desenlaces. Un correo electrónico con la esperanza de que esas líneas sean tenidas en cuenta por tres personas alejadas por cientos o miles de kilómetros... y llega la decisión. Esa idea que impregnó el folio en blanco llega a las manos de otras personas que se juntan una tarde para leerla. A algunos les llega a la patata y creen que sería posible hacer algo sobre un escenario. Más vueltas a la idea, buscar a las personas adecuadas para darle vida sobre unas tablas y, horas de ensayo después, llega el día en que el público recibe el resultado de ese esfuerzo conjunto. Puede que tenga algo que ver o no. Pero lo que la audiencia termina aplaudiendo al final de la función es la conjunción de los talentos de muchas personas involucradas en torno a una obra de apenas diez o quince minutos que en Taetro han llamado mínimo. Curioso que algo con ese nombre involucre un esfuerzo colectivo de tal magnitud. Quizás aún no sabemos recompensar todo ese trabajo como es debido.

El caso es que Taetro lleva 20 años levantando el edificio del Certamen de Teatro Mínimo Rafael Guerrero con pequeñas piezas de autores, directores, actores... y ese edificio se sostiene con solidez y dedicación. Hace unos días pudimos comprobar la buena salud de la propuesta de la asociación chiclanera con tres nuevas piezas venidas de Galicia, Madrid y Aragón. Tres obras muy distintas en lo conceptual y en la aproximación efectuada por los miembros de Taetro. Tres mínimos que engrandecen la labor de este certamen pionero en la escena nacional.

La velada comenzó narrando la génesis de una escena mítica del cine. Aquella en la que se rebanaba un ojo con una cuchilla preñada de surrealismo. Y ciertamente, Buñuelos, la obra de Carlos González Meixide, que narra en tono jocoso ese episodio de Un perro andaluz, rebosa surrealismo y una magnífica descripción de personajes. Bajo la dirección de Antonio Castaño, la obra se trastocó en un vodevil optimista y desbordante de absurdo, con toques cómicos acertadamente repartidos durante todo el montaje y con la suma de un Dalí, bien atemperado por un Juan de Lorenzo que se come el escenario en el poco tiempo que está sobre el escenario. Teresa Yribarren, Laura Tapia y Johnny pusieron su buen hacer al servicio de la función. Una fantástica apertura, una maravillosa locura que acabó con más dosis de absurdo, cosa que los señores Buñuel y Dalí hubiesen aprobado de buena gana. ¡Epatante!

El teatro social siempre ha tenido hueco en las sesiones de mínimos de Taetro. Y con 23, de Santy Portela se coló en forma de puñetazos literales y figurados. Texto durísimo, intenso y con dos personajes al borde del paroxismo. La gran cualidad de esta obra dirigida por Rafa García e interpretada por él mismo y por Eva Herrero es la de contener la tensión subyacente con un dominio de la templanza singular. Al final, brota todo, explota el terror y la catarsis se hace necesaria. Un ejercicio de moderación único con un texto difícil de montar y un excelso trabajo de gestualidad y de dominio de los cuerpos de los intérpretes. Una de las sensaciones de la noche.

La comedia sirvió como curación de malos pensamientos y con el mínimo de Pedro Alejandro Filgueira pudimos cerrar la función con una sonrisa. Instrucciones para el suicidio ahonda también en el absurdo para pulsar los temores de la sociedad en torno a la muerte y a la libertad de decisión. Pepe Raya, creciendo día a día como director de escena, reunió a tres actores en estado de gracia (Almudena Ruiz, Antonio Meléndez y Juan Carlos Morales) para ofrecernos una función simpática, llena de humor, guasa y cinismo y bien resuelta con sencillez (aunque no es fácil de hacerlo. A ello ayudó la desenvoltura que los actores pusieron sobre el escenario). Una alegría porque tenemos actores de futuro y un gran director detrás.

Un largo camino que no acaba aquí para tres textos que se trastocaron en otros "hijos" de esa idea huérfana que empezó con un folio en blanco. Larga vida a los mínimos.

Foto: @zuhmalheur 
Artículo originalmente publicado en Berenjena Company.



jueves, 6 de diciembre de 2018

Esa pequeña casa en Zaandam


La noche cae sobre Amsterdam y es hora de sumergirse en la cultura de bar de la ciudad. Los habitantes de este lugar tienen un sentido único para departir y compartir momentos alrededor de una buena ginebra vieja (oude jenever) o de una cerveza con cuerpo. Aquí no son excluyentes. Cualquier cosa vale con tal de cobrarse una buena conversación. Y tenemos variedad en ambientes: desde aquel que se desvive por la cultura clubbera (Amsterdam es una de las mecas de este movimiento), hasta rockeros (nuestros preferidos) pasando por establecimientos añejos que ha visto pasar la Historia tanto en sus buenos como en sus malos momentos como por ejemplo Hoppe (Spui, 18-20). La mañana sin resaca nos despierta para invitarnos a ir a una isla cuasi desierta en mitad de la urbe. Un lugar de mítica tranquilidad donde se disfruta del silencio y se respira bienestar. Es el Begijnhof, una comunidad de mujeres devotas o beguinaje propia de los Países Bajos que surgió a finales de la Edad Media y que sorprende por lo aislado que parece estar del mundanal ruido. Visita obligada para templar ánimos antes de emprender camino.

Y ese camino nos llevó por primera vez fuera de Amsterdam. Seguimos con la improvisación. Nos hablaron de Zaandam, de Zaansche Schaans, de su historia, de sus molinos, de sus paisajes. Llegamos a la Estación Central para de repente, entrarnos ganas de quedarnos a vivir para siempre en Zaandam. Pueblo bello, tranquilo pero animoso. Calles luminosas y transitadas, cafés que desprenden buenos aromas y conversaciones pausadas. Y seguimos unas huellas marcadas en el camino hasta descubrir, en un recoveco, una casa. Una casa especial. No quisimos entrar en un primer momento por no parecer curiosos… pero la curiosidad nos mató y traspasamos el umbral de un sitio peculiar.

Habíamos llegado a la Casa del Zar Pedro I El Grande de Rusia (Czar PeterHuisje), el hogar que fue expresamente construido para tan alta personalidad cuando visitó esta ciudad en 1697 mientras aprendía de las artes de la construcción naval. Sus planes: replicar esas técnicas en Rusia para construir la flota militar más grande jamás conocida. Allí estuvo el Zar un tiempo, viviendo en esa casa. Fue tal la impronta que dejó en Zaandam que la casa se mantuvo a lo largo de los años y los siglos. Ilustres visitantes (Napoleón o Isabel II de España, por poner solo dos ejemplos) franquearon la entrada de esta pequeña cabaña, de pareceres humildes pero donde se siente en sus estancias aún el calor humano. Hoy es el centro de información de un episodio histórico que parece anecdótico pero que es fundamental para conocer una parte importante de la Historia del Imperio Ruso en sus relaciones internacionales (entonces escasas con el resto del continente). Y para atender a los visitantes, allí está Farida Guseynova, que te explica con sumo gusto y detalle (por si aún te has quedado con ganas de saber más) todos los procesos históricos que confluyeron en la construcción de esa pequeña casa en Zaandam. Una sorpresa luminosa, una estancia de sobresaliente. No se lo pierdan mientras van de paso a los campos de Zaanse Schaans.

El viento te da de cara mientras contemplas la maravillosa comunión entre el agua y la tierra. Los molinos mueven sus aspas acompasadamente te das cuenta de lo bien aprovechada que ha estado la semana mientras piensas en la fatalidad de volver a la rutina y dejar atrás un país maravilloso, una gente cálida y amable, un mundo por contemplar...

Foto: @zuhmalheur
Artículo originalmente publicado en Berenjena Company.




miércoles, 5 de diciembre de 2018

Apropiación cultural, ¿no?

No he escuchado en profundidad a Rosalía, pero me parece una gilipollez la que se está formando en este país a cuenta de su música. En fin, vamos a por más apropiaciones culturales (o no). Smash con Lole y Manuel.





martes, 4 de diciembre de 2018

¿Asaltar los cielos?


Poco podré decir sobre los resultados de las andaluzas que no hayan dicho ya mentes más privilegiadas que la mía, pero como me duele especialmente la izquierda y sobre todo Izquierda Unida, debo dejar mi postura en este Reino de Taifa al que acudo muy de vez en cuando.

El descalabro de la izquierda es un hecho consumado. Y no hablo del PSOE al que sus políticas en cuarenta años y sus bandazos ideológicos lo han condenado a ser pasto de la desilusión. Hablo de la alianza de Podemos e Izquierda Unida que ha demostrado que ciertas sumas restan. Se demostró en las generales de 2016 y en estas andaluzas. A pesar de la brillantez de sus candidatos, algo no funciona y ante esto, no se puede mirar a otro lado. Hay que cortar por lo sano.

Tras probar la alianza y ver que no se consigue aunar un apoyo mayoritario, opto por la separación de Podemos, recuperar el espacio de IU por exiguo que este sea y seguir dando caña, desde una posición realista de la izquierda. Basta ya de asaltar cielos inasaltables o de caminar por la utopía en plan godotiano. Necesitamos reacción ya. Y si eso pasa porque la actual dirección de IU de un paso atrás, que se haga. Hay que asumir responsabilidades y dejar de buscar culpables en otros lugares. Necesitamos la maravillosa minoría de una IU independiente como el comer.