sábado, 13 de diciembre de 2014

La azotea mental

Hay quien se empeña en algo y no para hasta conseguirlo. En 1986, Roman Polanski fracasó estrepitosamente con Piratas, un intento por recuperar el cine de tesoros y bucaneros (con el gran Walter Matthau al frente del reparto). Diez años antes todos los grandes estudios se habían negado a financiar este proyecto a pesar de contar con Jack Nicholson como protagonista en aquel entonces. Lo que sí permitió aquella pequeña derrota es que se embarcase en la que para muchos es la mejor película de su carrera: El quimérico inquilino.



El germen del filme está en un libro de Roland Topor. Miembro del Grupo Pánico creado por Alejandro Jodorowski y Fernando Arrabal, Topor escribió una obra a la que se alabó en su momento. Polanski se sintió atraído por dos de los niveles que presentaba este trabajo: su asfixiante terror psicológico y un inteligente cuestionamiento del proceso de reafirmación individual del ser humano. El propio Polanski se encargó de encabezar un reparto en el que destacaba una emergente Isabelle Adjani. Junto a ella dos veteranos de Hollywood (Melvyn Douglas y Shelley Winters).

El quimérico inquilino cuenta la historia de un conserje que se muda a la habitación en la que una chica intentó suicidarse tirándose por la ventana. A medida que va pasando el tiempo, el nuevo inquilino se convence de que sus vecinos intentan conducirlo a un estado de paranoia para que también salte por la ventana.

Recuperada en los últimos años como la obra que condensa los rasgos distintivos de su autor, El quimérico inquilino supone uno de los ejercicios más intensos de Polanski dentro de sus continuos recorridos por los recovecos de la mente humana. Recibida con frialdad por parte de crítica y público, esta arriesgada propuesta resultó en su día algo desconcertante. El cineasta polaco estaba en plenitud creativa, y le fue posible llevar a cabo este trabajo gracias al éxito de Chinatown (1974). La cinta se estructura en diversas disociaciones, rupturas con la realidad en sucesivos niveles. Conforme avanza el metraje la trama adquiere tintes irreales y una serie de prodigiosas secuencias revelan distorsionadas percepciones que se disuelven con la realidad.

En el imaginario colectivo permanecen las ondulantes manos en el fantasmagórico pasillo de Repulsión (1965) que intentaban atrapar a su protagonista, las grietas que rajaban las paredes como proyección de su locura. Tal vez El quimérico inquilino no ha alcanzado esos niveles de popularidad, pero es un paso más allá en el interés del realizador por explorar los distintos estados de alienación.

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