jueves, 14 de octubre de 2010

PASEANDO POR LA MEZQUITA


S
us muros remiten a un glorioso pasado en la que la Corduba omeya se granjeaba la admiración de algunos pueblos y el odio de otros. La gran mezquita, convertida por el paso del tiempo también en catedral, es una de las maravillas del mundo, uno de los tesoros de nuestro patrimonio histórico-artístico y una cita ineludible si se visita la bellísima capital de los califas. Para todo español, orgulloso de su historia, la mezquita debería ser un hito del que acordarnos que una vez esta España cainita fue mora durante ochocientos años, y que aquí, la integración de culturas, la ciencia, la cultura y el progreso eran constantes de dominio exclusivo de los de la media luna.

Seis siglos después de que el fulgor de la Córdoba musulmana sucumbiera ante los brillos de las espadas de los reyes cristianos, la ciudad andaluza mira con orgullo su pasado. Y lo hace sabedora de que su riqueza monumental y su lustrosa historia es el principal activo de su economía. Cuando decimos Córdoba, pensamos en mezquita (amén de en otros lugares singulares que no conviene perderse), cuando pensamos en mezquita, nos viene a la cabeza Córdoba. Por eso el que el señor obispo de aquella diócesis mee fuera del tiesto hablando de prohibiciones o eliminaciones, suena a rancio, a pasado de moda, a políticamente incorrecto en los tiempos que estamos. Y es que el prelado habla de que se conozca a la mezquita-catedral de Córdoba, SÓLO como catedral, puesto que es un templo cristiano. ¡Zas! En toda la boca. Se carga el ministro de Dios, siglos de historia porque así le viene en gana, afeando además, lo que piensan todos los cordobeses que están a gusto llamando a su catedral mezquita, porque en su génesis, así lo fue.

Las palabras del obispo (del que ni siquiera merece la pena referir su nombre) denotan, además de una falta de sensibilidad absoluta, unos prejuicios contra el diferente del tamaño de la propia mezquita. A buen seguro, el religioso camina con la testuz gacha por las amplias naves de este templo obviando los arcos de herradura, los versos del Corán pintados o esculpidos en la piedra, el imponente mihrab, la curiosa qibla (que no mira directamente a La Meca) o la exuberante decoración de las techumbres colocada por los maestros albañiles que participaron en su laboriosa construcción. Quizás quiera imponer credos, tal y como se hacía hace siglos, quizás quiera dar un paso más e imponer que todos llamemos a un edificio con otro nombre con el que sólo se corresponde a medias, rompiendo los lazos de integración que a lo largo de los siglos ha tendido este monumento. Después de que prohibieran cualquier otro tipo de culto en las salas de este majestuoso edificio, ahora el obispo de Córdoba quiere obligarnos a que hablemos como a él le parezca.

Como siempre, la Iglesia, a la última.

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