viernes, 28 de diciembre de 2018

Obsolescencia y exorcismos

“No saber de uno mismo; eso es vivir. Saber mal de uno mismo, eso es pensar.” 
Fernando Pessoa.
El libro del desasosiego.


El titilar de la lámpara no le dejaba escribir.

Fmal se entretenía arrugando el papel que yacía sobre la mesa sintiendo que no era capaz de seguir con el renglón que había iniciado unas líneas más arriba. La soledad le perturbaba pero sabía que era el único camino para llegar a terminar el relato que había iniciado varios días antes pero al que no le veía un final claro. Para ser sinceros, tampoco sabía cómo darle cuerpo y sentido a la narración. Pensó que al menos tenía un buen inicio y se sentía indefenso e temeroso de no cumplir con las expectativas que se había marcado. “Un buen principio puede quedar arrasado por un mediocre final”, se decía para sí mismo ante la perspectiva de fracasar en el intento de ser escritor.

Fmal languidecía sobre la silla, muertos los brazos, dejando caer al suelo el gastado lapicero que usaba para dar vida a su relato. El ruido leve y sordo del madero sobre la losa quebró la quietud de la estancia. Las tripas de la casa regurgitaban y le recordaban…

“¿Qué le recordaban?”...

Félix se detuvo ahí. No pudo continuar la historia de Fmal porque no tenía mimbres. No tenía idea de por dónde proseguir la narración. Quería ser trascendente en su vano intento de ser contador de historias pero era consciente que estaba cayendo en lo inane. Quería contar una historia con fondo, pero solo había puesto una palabra tras otra. Quería darle sentido a una ensoñada carrera como escritor, pero cayó en lo obvio…

“Félix, no vas a ser escritor”.

Y Félix estaba en lo cierto. Su relato sobre ese personaje que había creado hace escasos minutos había nacido fallido. No era ni intento de relato. Fmal quería ser escritor tal y como pretendía el propio Félix para sí mismo. Pero Fmal acababa de morir apenas unos minutos después de haber nacido como personaje y el autor se sentía absolutamente desesperado. Metaliteratura. Metafracaso.

Cabeza gacha, desesperación latente, mirada perdida, sensación de fracaso. Se preparó un café y perdió su mirada a través de los cristales del gran ventanal. Deseó que estuviese lloviendo para hacer más emocional, más romántico, más triste esa epifanía portadora de malas nuevas para el aprendiz de escritor. Más vale que se dedicara a otra cosa. “Mi padre ya me lo decía. Tengo demasiados pajaritos en la cabeza”. El pragmático progenitor quería una carrera de bien para el segundo chico de la familia. La madre le azuzaba con que siguiera sus instintos artísticos. Siempre se le dio bien eso de crear. “Pero crear no te da de comer”, musitó Félix para sí.

Crack.
“¿Qué es ese ruido?”

Félix se alteró por el inesperado crujir de las maderas de la casa. El siempre molesto viento de Levante no ayudaba a decrecer la sensación de peligro que el tétrico ruido le había provocado. Con el corazón palpitando, Félix tomó la decisión de investigar de dónde procedía ese chasquido que le quebraba el alma.

Crack.

La casa siempre había sido silenciosa. Vieja, pero silenciosa. Los cuidados a los que la sometía Félix periódicamente daba como resultado que luciera esplendorosa en todas sus facetas: como casa, como edificio histórico y singular y lo que es más importante, como hogar. Eso al menos, es lo que le gustaba pensar a él. Siempre argumentó de modo presumido que los vecinos se maravillaban al verla. Los veía detenerse delante de la puerta o en su esquina prominente que daba a la calle Larga. Era feliz cuando los observaba tras el cristal cuchicheando sobre la magnificencia de su planta, lo equilibrado de sus formas, la luminosidad de su fachada, lo imperial de sus cierros y rejerías. Era feliz siendo el único habitante de la casa, por más que en los bajos Antonio se ganara la vida con su pequeña ferretería, lugar de peregrinación de los vecinos no siempre en busca de tornillos, clavos o espiches. Antonio era un gran conversador y eso llenaba de alegría los días de Félix. También lo era Vicente Pancita, que con su frutería era otro de los puntos de interés del barrio. Buena verdura y fresca fruta de su propia huerta por la que venían preguntando desde otros puntos del pueblo. Y qué risas se echaba con las señoras el bueno de Vicente.

La casa era vieja, pero cuidada. No le faltaba ni un detalle y siempre intentaba mantenerla limpia. Subía a la azotea para cerciorarse de que los pináculos y jarrones de los pretiles estuvieran en perfecto estado, que los guardapolvos de pizarra no sufrieran los desmanes del tiempo, que la pared siempre luciera blanca de cal, que las cornisas estuvieran libres de malas hierbas y que los cierros, rejas y ventajas cumplieran su función a la perfección. Llegaban incluso desde la capital para admirar la majestuosidad de la gran casa que daba la espalda a la Iglesia Mayor con quien rivalizaba en prestancia ante vecinos y foráneos. Pero a pesar de tan importante adversaria, su casa no tenía rival. Sabía que era la envidia del barrio.

Crack.

Un ruido más, cada vez más fuerte, cada vez más cercano y penetrante. La casa aparecía quejumbrosa ante los ojos de un Félix que acumuló a partes iguales excitación y ansiedad por desvelar el misterio de aquel infernal crujido. Agarró una vieja linterna de latón que guardaba en el escritorio, sede de su fracaso como escritor, y con desvelo de detective buscó presuroso el pasillo para adivinar qué emitía aquel clamor terrorífico.

El pasillo largo que apuñalaba toda la planta del edificio se antojaba demasiado oscuro y lúgubre para un solo hombre. Félix se afanó en el paso y agudizó los sentidos para tratar de averiguar cuál era el foco de su desazón. La linterna apenas emitía un hilo de luz, imperceptible ya a un par de metros en avanzada. La inseguridad crecía en el hombre de la casa, que apenas respiraba por no interferir en la quietud que tanto amaba y que se veía amenazada por el sutil pero luctuoso ruido que empezaba a incomodarle.

Catacrack.

“Suena como a pasos sobre la madera”. El temor aumentaba a cada paso que daba. Aunque concentrado en el problema, trataba de pensar en cosas agradables, en los momentos tan gratos que la casa le había proporcionado en ese autoimpuesto retiro en el que vivía ya desde hace unos años. Sabía que se había ganado fama de huraño eremita, pero siempre tuvo disposición a ayudar a quien llamara a su puerta. Pero se sentía solo, demasiado solo desde hacía demasiado tiempo.

¡Catacrack!

El ruido se volvía cada vez más tangible, más oscuro, más pesado y cavernoso. Una especie de chirrido intermitente que se alternaba con una suerte de pitido corto empezaba a taladrarle los oídos. Él, que tanto amaba la paz de su casa, empezaba a angustiarse por los ruidos que se abalanzaban sobre su hogar.

“Estoy perdiendo la cordura. Seguro que no es nada. Una tabla desenclavada, una losa suelta, una conducción que pierde aire o agua. Sí, seguro que es solo eso”, razonaba Félix que trataba de agarrarse a la realidad que conocía. Buscaba reconocer cada rincón de su casa, cada estancia. “Sí, aquí está el cuarto de invitados. Todo está en orden”, susurraba entre dientes. Otra alcoba, un baño, un trastero hasta llegar a la escalera. Cerró tras de sí la puerta cuando escuchó un cuchicheo lejano. Miró hacia la planta superior para desentrañar el misterio, pero la oscuridad le impidió aclarar su mente. Pensó que serían los vecinos alarmados ante semejante escandalera que decididamente, procedía del exterior.

“Es mi casa. No pueden entrar aquí. Es mi casa. ¿Por qué no han llamado a la puerta como Dios manda?”.

Crack.

Bajando la escalera, el estruendo era mayor si cabe. Directamente proporcional crecía el miedo en el fuero interno de Félix que notaba como le castañeteaban los dientes aunque trató de tranquilizarse a sí mismo pensando que se lo provocaba el fresco que hacía fuera de su estudio. La escalera que le llevaba al mismo Averno desembocaba en un rincón, en un ángulo oscuro, donde no, no se veía ninguna romántica arpa. Félix trató de apuntar con la luz pero apenas disponía de pilas en la linterna. Ante él estaba la disyuntiva de seguir el camino emprendido sin apenas claridad y con la incertidumbre de qué se encontraría unos pasos más adelante o volver en busca de más luz… o de ayuda, pero ¿a quién podría pedírsela? Estaba solo en este mundo. Su soledad era buscada, querida, necesaria.

Un golpe hosco, ensordecedor le hizo caer al suelo. No se esperaba ese tumulto que lo dejó petrificado. Quedó tumbado sobre los últimos peldaños de la escalera, absolutamente desorientado y presa, ahora sí, del temor más inmenso. Ese horror a lo desconocido. Vivía una sensación nueva y creyó que era lo peor que le había pasado en su vida.

Félix solo quería escribir y vivir tranquilo en su casa. Aún recordaba los vasos de fino que se tomaba los domingos en el bar de Ariza, al que los lugareños conocían como Moñiga, porque según dicen, el chicuco tenía vacas en la trastienda. Se agarró fuertemente a esos recuerdos de momentos luminosos y alegres. Allí discutía con su amigo Eugenio, compañero de tantas aventuras en el pasado y que ahora se mostraba como un filósofo de la calle, depositario de la sabiduría de la barra de tabanco, doctorado en momentos cumbre junto a los parroquianos mientras se entonan unas alegrías improvisadas a la hora del vermú. Eugenio estaba en el polo opuesto de los intelectuales petulantes que tanto despreciaba por sentirlos ajenos. “¿Qué se habrán creído esos licenciaos que van mirando por encima del hombro?”, proclamaba con su sempiterna caña de Reguera en la mano. “¡Si no han visto mundo!”. Cuánta razón tenía. El recuerdo de Eugenio en el bar del Moñiga hizo aflorar sentimientos que casi hicieron olvidar el trauma por el que Félix estaba pasando. Momentos que ya se fueron. Ahora los echaba de menos y se arrepentía de no ser fiel al ritual dominical.

La oscuridad pegaba dentelladas y la inoperante luz que manejaba el único habitante de la casa no hacía sino prolongar la agonía. Las estancias de la planta baja de la casa se hallaban cerradas a cal y canto y solo las motas de polvo en suspensión se trasladaban de un sitio a otro al trasluz del foco que portaba Félix. La respiración contenida y las gotas de sudor serpenteando por el rostro. Músculos agarrotados, mirada torva y la premonitoria sensación de la inseguridad más absoluta.

¡Crack!

Otro estruendo, cada vez más insoportable, más enojoso. Mientras buscaba entre la oscuridad las respuestas a las cuestiones que se estaba haciendo desde que escuchó el primer rumor en su estudio, notó cómo un incipiente dolor de cabeza comenzaba a taladrarle. No quiere invitados, no quiere ser molestado. Su casa es su casa. Él es el guarda, él es el único habitante y así tenía que seguir siendo. Porque nunca molestó a sus vecinos, nunca tuvo una mala palabra con nadie. En realidad, cruzó escasas palabras en estos últimos tiempos y ahora lo que más deseaba era tener al lado a una cara familiar.

Los pasos se hacían cada vez más difíciles de dar. De repente, un chirrido infernal comenzó a sonar. Félix se tapó los oídos con sendas manos dejando caer a la losa la linterna que irremediablemente, acabó destrozada. Estaba solo, estaba desnudo y desamparado ante la amenaza exterior. No podía hacer nada. De repente pudo observar ciertas luces intermitentes que se colaban por entre las rendijas de puertas y ventanas. El rumor de voces también se acrecentaba y deseó tener mejor sentido auditivo para aclarar ideas. Los molestos intrusos que él pensaba que querían arrebatarle su hogar cuchicheaban; su conversación era imperceptible y lo que adivinaba a escuchar, apenas tenía sentido para él. Al estar puertas y ventanas sólidamente tapiadas, no podía aventurar quién osaba a perturbar su paz conseguida a lo largo de años y años de mantenerse como el alma de esa casa que ahora querían allanar de forma flagrante.

“No me la robaréis. ¡Es mía, es mía!”. Félix se desgañitaba para defender lo que por justicia era suyo.

El chirrido metálico crecía acompasadamente mientras que el asediado morador de la casa trataba de calmarse para pensar qué hacer. Miró a su alrededor y los destellos lumínicos dejaban observar las humedades de las paredes, las cornisas descompuestas, las losas rotas, los muebles desvencijados, la madera carcomida, los cristales hechos pedazos, los travesaños ajados. No podía dar crédito a lo que veía. ¿Quién había osado entrar en la planta baja a destrozar su casa? Sin encontrar explicación lógica del lamentable estado de la casa en su planta baja, Félix corrió hacia el patio para tratar de buscar algo de luz, pero lamentablemente, la luna nueva era esa noche, más negra que nunca. Félix dio dos pasos hacia atrás y cayó de espaldas. Vio como un montón de piedras se arremolinaban justo en el centro del otrora imperial patio que era el alma de la casa. Era. El pasado se cobra cara a sus víctimas y Félix empezaba a descubrir que su Edén se estaba cayendo a pedazos.

El chirrido metálico cesó. Las voces, no. Durante años, Félix había desarrollado cierta aversión al contacto con sus vecinos. No quería ser malinterpretado. Él disfrutaba de la compañía de sus vecinos, de sus vinos en casa de Ariza, de sus compras ancá Pancita, de sus discusiones con Antonio el de la ferretería, pero sin saber cómo y por qué, paulatinamente se había ido retirando de la cotidianidad y se aisló en sus libros, en sus oraciones, en su ferviente deseo de destacar como escritor en lo que le quedaba de vida. Pero el giro del destino narrativo que Dios le tenía preparado, no lo vio venir. Ese sí que era un magnífico desenlace para su historia.

Se puso en pie. Rápidamente, alcanzó la escalera y en escasas zancadas se encaminó hacia su estudio donde puso mil cerrojos a la puerta. Colocándose detrás del funcional escritorio de caoba, esperaba la llegada del momento final, a la espera de rendir cuentas ante el Altísimo.

A pesar de verse encerrado, intuyó que los allanadores ya estaban dentro de la casa. “Les oigo cuchichear. Hablan con voz queda para que yo no me entere. Están trazando su diabólico plan para hacerme desaparecer y quedarse con esta casa y con lo poco que tengo. Pero, ¿por qué? ¿Por qué a mí?”, se preguntaba angustiado Félix.

La locura transita caminos impensables.

Tumulto en la planta de abajo. Ahora ya se escuchan de forma clara las conversaciones acompañadas de ruidos que él no sabía descifrar.

Vienen a por él.
“Vienen a por mí”.
¡Vienen, ya vienen!

El crujido de la vetusta escalera no hacía presagiar nada bueno. Los que habían entrado por la fuerza en la casa estaban a punto de lanzarse sobre Félix, que ya había perdido todas las fuerzas para defender su morada, para defender su propia vida. Agazapado detrás del escritorio, tomó una vara de avellano que había pertenecido a su abuelo y que su padre, depositario por herencia, la había concedido a su hijo como objeto de alto valor sentimental para la familia. La vara permaneció años en su estudio, inmune al pasar de los días y ahora había llegado el momento en que entraría en acción.

Blandía Félix la vara en el aire de un lado para otro tratando de azuzar a los forasteros que habían penetrado en la casa, aunque aún no estaban dentro del estudio que era el refugio natural del solitario habitante del edificio.

-Esto está hecho un asco.
-Hay que demoler.
-Yo creo que podría reformarse, pero eso sí, poniendo muchos billetes aquí.
-Tenemos orden de tirarla y punto.

¿Tirar qué? ¿La casa? La mueca de incertidumbre se volvió de horror en el rostro, más sudoroso que nunca, de Félix. ¿Quiénes eran esas personas que hablaban de tirar su casa? Y lo que era más incomprensible, ¿cómo la iban a tirar si allí vivía una persona, si allí vivía él? Nadie le había informado de semejante acto de terrorismo hacia la propiedad privada, de este ataque sin igual a los sueños de una persona, de tamaña ofensa al patrimonio cultural de su pueblo. Quiso, en un arrebato de valentía transitoria, salir a hacerles frente, pero le acobardaba la sensación de indefensión y de soledad. Ahora notó que ser el único habitante de su mundo, le pesaba más que nunca. Sintió que había desaprovechado su vida y de repente vinieron recuerdos a su mente como en cascada. A su madre llevándole de la mano a la escuela donde aprendería las primeras letras y las cuatro reglas. El primer amor juvenil (y el único) que nunca fue correspondido y por lo que tomó una decisión que cambiaría su vida completamente. La compañía de Eugenio los domingos en el bar de Ariza, el sabor del fino recorriendo su garganta… Todo su mundo iba a ser destruido.

“¡¡¡Fuera!!!”.

Los empleados de la empresa de derribos no daban crédito. Habían oído un alarido. Los más escépticos no querían dar fe de la evidencia, pero el temor provocado por ese fantasmagórico vozarrón, unida a la negritud de la noche, provocaba no pocos escalofríos entre el personal que venía a derribar la Casa del Obispo.

-Aquí hay alguien-, musitó en voz baja uno de los empleados.
-¡Cómo va a haber aquí alguien! Si ya hace años que los últimos vecinos se fueron. Aquí solo hay mierda y más mierda.
-A ver si vamos a tener que llamar al cura para que haga un exorcismo aquí-, añadió en tono jocoso otro operario.

Ya habían inspeccionado cada planta de la Casa del Obispo. Uno de los trabajadores, el más preocupado por el alarido que había escuchado, posó su vista sobre una puerta inusualmente cerrada en un edificio abandonado desde hace años y que iba a ser demolido en pocos minutos. Tomó el pomo y entró en una estancia que paradójicamente se encontraba aún con el mobiliario en su sitio y bastante más limpia que el resto de las habitaciones. Pensó que se trataría de alguna oficina o estudio de alguien importante. Según le habían contado, allí vivió un obispo que un buen día dimitió y quiso disfrutar de la placidez de su casa. Se adentró y repitió el escalofrío al notar cierto vaho de vitalidad en aquel lugar. Observó que sobre el escritorio yacía una vara de avellano que le agradó, quedándosela para sí. Sin mirar atrás, cerró la habitación y marchó junto a sus compañeros de labor.

-Vámonos de aquí. Este sitio no me da buena espina.- confesó al jefe de la cuadrilla, que dio orden de desalojar el edificio, acordonar la finca e iniciar los trabajos de demolición.

Antes del alba, el edificio sería ruinas. Las máquinas y los camiones debían eliminar todos los escombros y el terreno tenía que quedar alisado para antes de acabar el día. De momento, el lugar que antes ocupaba la casa, sería un aparcamiento. Otros planes de futuro vendrían para el barrio donde ya no existía ni la ferretería de Antonio, ni la frutería de Vicente, ni el bar del Moñiga. Tampoco quedaba ya resto de la Casa del Obispo. Félix pensó en aquel instante que la sociedad ya no necesitaba de los objetos viejos.

-Maldito sea el progreso que acaba con los sueños de la gente-, se dijo para sí quedándose de pie, solo y desprovisto de su vida y de su alma ahora que le habían tirado lo que más quería.

Relato publicado originalmente en el libro Casas inolvidables de Chiclana. AAVV. Editorial Navarro, 2016.

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