EL FIN DEL MUNDO HIZO NOCHE AQUÍ
Amenaza tormenta…
Es un alivio que tras tantos meses de sequía vaya a llover
algo. El campo lo necesita, la gente lo espera, incluso los santos son
interpelados en busca del milagro. Sequía pertinaz. Desastre económico. Es
curioso como el agua marca nuestras vidas, desde nuestra misma concepción como
especie y como seres individuales, hasta el mero discurrir de nuestra vida en
comunidad. Si hay poca agua, malo; si hay mucha, peor. No sabemos aplicar la
justa medida, quizás porque en este caso, no tenemos poder de decisión.
La tormenta se desata…
Es 27 de noviembre. Estamos a un mes escaso de cerrar 1998 y
llueve a mares. Mi padre ha estado ordenando una caja de recuerdos familiares;
entre ellos, unas fotos antiguas de cuando la riá de Chiclana. Yo nací precisamente ese año, el año en que el
pueblo salió en los papeles. Pero lo hice lejos de aquí, en Sevilla, donde mi
madre servía en casa de unos señores. Allí la sorprendí al nacer un mes antes
de que saliera de cuentas…
Sábado 9 de octubre de
1965
Querida Ana:
Te escribo la presente
para preguntarte cómo estás tú y el niño. Yo estoy bien. Hoy después de
amanecer, me he ido a la bodega como cada día para ganarme el jornal. Hemos
estado arrumbando botas porque nos han ordenado hacer sitio para un nuevo
cachón que viene de Jerez.
Yo estoy bien. Tu
madre me trata bien, no me falta de ná, pero se te echa de menos en la casa. A
ver si pido unos días de permiso y puedo ir a Sevilla a verte.
Cuéntame al recibo de
la presente si todo va bien con el niño.
Muchos besitos,
Ángel.
Martes 19 de octubre
de 1965
Querido Ángel:
Vente cuando puedas
para Sevilla porque yo creo que este niño se me va a adelantar. Tengo muchas
molestias y la señora me ha dicho que descanse, no vaya a ser prematuro. Iré al
sanatorio a hacerme pruebas para ver qué me pasa, pero no me siento muy
católica.
Espero que todo vaya
bien por allí y que mi madre te trate bien. No te aperrees mucho con el trabajo
que para el jornal que sacas mejor no complicarse la vida.
Te quiero mucho mi
vida.
Siempre tuya,
Ana.
Mis padres se querían con locura. No eran una pareja
convencional de la Chiclana de entonces. Tenían sus demostraciones de afecto
públicas. Francamente, no parecían de esa época. Mi padre había visto “mundo”,
todo el “mundo” que se puede habiendo trabajado para las bodegas jerezanas.
Había visitado otras provincias con su jefe, un adelantado a su tiempo que
creía en la innovación en el mundo del vino. Gracias a él, Ángel, mi padre,
sabía de otros tipos de uva, de otros modos de trabajar. Se convirtió en el
chico para todo de su bodega… Pero cambió la dirección y mi padre se fue al
paro. No tardó en encontrar acomodo en una bodega de Chiclana gracias a que
conocía al capataz. Volver a empezar… y con un chiquillo en puertas.
El día del fin del mundo Ángel tenía la cabeza más puesta en
Sevilla que en su faena. Trabajaba por automatismo. Mover botas de una pieza a
otra, repellar una pared de la solera que estaba en mal estado, visitar de vez
en cuando el embotellado para arrimar el hombro con los compañeros… aunque a él
lo que le gustaba era cuidar de su pequeña viña que había comprado con tanto
esfuerzo cuando las cosas le iban un poco mejor. Sus mimadas vides a las que
dedicaba tanto cariño como a su mujer. Podaba, cuidaba de que no tuvieran el bicho, las acariciaba, hasta les
susurraba, dotándolas de una personalidad que él no dudaba que tuvieran… Quería
cortar su uva, quería recoger su fruto. Era trabajo de más, pero él le sacaba
horas al día para que todo lo importante de su vida fuera atendido como es
debido. Ángel se encariñó especialmente de una vid pequeñita, retorcida pero
que en su primer año creció con vigor, con unos esplendorosos pámpanos y que a
la larga daría un fruto redondo, carnoso, reluciente bajo el sol gaditano. No
sabía por qué aquella planta le llamaba tanto la atención. Quizá porque, como
si de un niño pequeño se tratase, la había encaminado hasta crecer de forma
adecuada, educándola, buscando que en un futuro le diera alegrías. Cuando
estaba agobiado por todo, mi padre se asomaba a su pequeña vida en su recoleta
viña, su lugar de evasión, el sitio donde entre cigarrito y cigarrito, caminaba
pensando en un futuro incierto, pero al que él le ponía siempre una sonrisa… La
sonrisa de Ángel. La sonrisa de un soñador.
Sevilla estaba lejos. Ana cerca. A su lado, tratando de
apacentar los nervios primerizos de un padre al que todo esto le cogía por
sorpresa. No quería perderse el nacimiento de su hijo, pero la necesidad obliga
y él está el primero en su puesto de trabajo. Caen gotas sobre una Chiclana de
color ceniza y de caras largas presagiando un otoño que se cierne sobre el
pueblo. “Estas nubes no barruntan ná
bueno” dicen en la tasca donde los empleados de la bodega ahogan en una caña de
fino sus cuitas cotidianas.
Toca volver a la faena con el recuerdo en la cabeza del niño
que viene. El trabajo se acumula pero él sigue siendo un automatismo viviente.
Recibe órdenes y las ejecuta, no por nada es el trabajador más reconocido por
los jefes.
-Este año la solera se está portando -, presume Manolo, el
capataz con más de veinte años de carta de servicios para la bodega.
-La vendimia ha sido buena y tras los trasiegos, vamos a
tener un fino buenecito –apunta un Ángel, alimentando las esperanzas de su
compañero. –Menos mal que este tiempo no lo tuvimos en junio ni antes del corte
de la uva, que si no… - musita ante la incipiente lluvia que asoma por las
alturas.
El cielo se encierra en sí mismo, casi engulle las nubes
escupiendo agua a niveles moderados. “Dicen que en Medina está cayendo tela de
agua”, claman por el patio de la bodega centenaria. La gente empieza a
preocuparse porque hoy la faena la corta el agua. De eso están seguros. El
problema vendrá mañana cuando los jefes ordenen que lo de hoy se junte con lo
de mañana. Esa preocupación no le hace torcer el gesto a un Ángel que vive por
y para su mujer y su niño.
-Verás cuando lo tengamos, chiquillo –le decía Ana la última
vez que se vieron. –Al niño lo mandaremos a estudiar fuera, va a ser el primero
que estudie en esta familia. Las cosas están cambiando Angelín-… Ana, toda una
luz de optimismo.
-Ya nos preocuparemos de eso cuando crezca, mujer. Primero
te tienes que cuidar, tenerlo sano y ya Dios nos ayudará a criarlo. Trabajo no
me va a faltar.
Ángel tiene que dejar la faena. Sale fuera y observa con
recelo la calle, inclinada en pocos grados pero lo suficiente para ver cómo
empieza a formarse un torrente que va a desaguar en la parte baja del pueblo.
Los compañeros están pidiendo permiso para irse con sus familias. Ángel no. Él
se queda a ultimar con Manolo y los pocos que ya quedan allí, la defensa contra
el agua. “Que no entre ná en la
solera, por lo que más queráis” se grita bajo la reparia desnuda de la entrada.
Ángel se pone manos a la obra y encajona en la puerta una tabla lo
suficientemente alta como para impedir el paso furioso del agua, que alcanza ya
niveles increíbles.
-¡Mecagüentó! Si tampoco está lloviendo tanto-, maldice
Manolo poniendo los brazos en jarra y sin creerse del todo lo que se les viene
encima.
-Toda el agua está cayendo en Medina. Dicen que el río va
llenito. Esto no va a traer ná bueno,
compañero-, sentencia un Ángel que pierde su mirada en el cauce sigiloso pero
amenazante que se forma delante de él.
Ana empieza a tener dolores. Está en el sanatorio. También está preocupada: por ella, por su niño y por un Ángel del que hace días que no sabe nada. Empieza a tener contracciones cada vez más seguidas y la matrona decide intervenir… Ya está más cerca. Ella lo siente. Ella lo quiere tener ya entre sus brazos. Por la ventana, mira hacia un horizonte ciego pensando en su Angelín, creyendo que ya estará en casa de su madre almorzando. Ya pronto estaremos juntos los tres…
Chiclana se desborda. Las aguas bajan revueltas, el río no
puede más, las calles acogen el torrente malhumorado, los rápidos que se forman
en cada esquina, los torbellinos llenos de sedimento y de maleza que vienen
desde más arriba. La población comienza a sentir el pánico mientras que el
suministro eléctrico falla clamorosamente en todo el pueblo. La ayuda tarda en
llegar, las carreteras tampoco están en el mejor estado, aunque la alerta ya se
ha dado a nivel provincial. Chiclana sufre bajo un manto líquido inesperado
mientras que los vecinos tratan de achicar el agua de sus casas con los escasos
medios de los que disponen. En escasos minutos todo se va a ir por un gran
sumidero: las esperanzas, las pocas alegrías, los pequeños negocios, las ansias
de mejorar. Los chiclaneros ven anegado su presente. No hay futuro posible. Todo
se nubla.
Las calles del centro son un lago de reciente formación.
Todo lo que podría salir mal, ha salido. Los servicios de emergencia llegan
primero en rústicas barcas, mientras la Cruz Roja intenta socorrer a los
damnificados. Afortunadamente, no hay heridos ni muertos. La gente se santigua
en busca del milagro. “Dios nos ha abandonado… ¿Dónde estará mi hijo?”. Una
señora que cuenta ya los escasos años que le quedan de vida, resiste heroica el
temporal y echa una mano en lo que puede. Saca mantas, las sube hacia el techo
de la vivienda que habita junto a tres familias más, en busca del alivio de los
dolientes. Un rayo de luz en medio de muchas preguntas sin respuestas.
Ángel no da abasto. Trata de salvar la situación en la
solera. La bodega ya da por perdida la tonelería. Diego, el maestro en dar
forma a las botas, llora por tanto trabajo que se lo ha llevado por delante el
agua. Maldice la mala suerte que ha corrido su taller ante ese cielo que
empieza a abrirse buscando el azul perdido durante horas. Ángel aún tiene
tiempo de consolarle y de pedirle sus manos encallecidas para ir moviendo unas
botas que estaban preparadas para ir a las criaderas. Las traslada rápido, casi
por intuición, pero no impide que finalmente la fuerza del torrente entre sin
llamar a la parte más sagrada por todos en aquel edificio.
-¡Que se pierde la solera! -, aúllan con dolor. Ángel ya no
sabe qué hacer. Se mesa los cabellos, no quiere creer lo que está viendo.
Piensa en su viña, en su vid pequeñita, en lo que sufre rodeada de tanto charco…
“Ana… Supongo que estará bien allí en la casa de los
señores”. Ajeno a todo, Ángel zozobra con la bodega. Mi padre ha hecho todo lo
que ha podido y aunque no la tenga al lado, busca la aprobación implícita de mi
madre…
“Ángel tiene que estar deseandito de verme con el niño”. Los
dolores atenazan cada vez más a una parturienta que no ve el final del día. La
señora ya se ha ido a su casa. Ana se queda a solas con sus dolores.
Una media bota sale por la puerta. Lenta, pausada, navegando
sobre metro y medio de agua. Abandona la bodega en dirección hacia la zona baja
del pueblo donde la agonía campa a sus anchas. Ya no llueve pero los rostros de
muchos chiclaneros se ven humedecidos por las lágrimas a las que no pueden
poner fin. La media bota de buen roble americano surca por las calles cercanas
sorteando toda clase de objetos que la riada ha ido acumulando con el paso de
los minutos. Una media bota vacía que Ángel tendría que haber trasladado para
ponerla a buen recaudo, pero que sin embargo, se ha escapado para vivir otras
vidas toda vez que ya no servirá para su función. Nadie repara en ella a
excepción de un niño de unos 12 años, rubio y de ojos azules que llora porque
no entiende qué ha pasado. No quita la vista de la media bota añeja, que iba a
vivir una segunda, tercera o cuarta vida en un cachón que Ángel tenía intención
de preparar en los próximos días. Pero ya no habrá futuro para esa vieja media
bota de roble americano que danza entre las aguas, chocando contra ramas,
muebles viejos e ilusiones rotas.
Mi padre, junto con cuatro o cinco compañeros, está en la
azotea de la oficina de la bodega. La mirada perdida, los ojos vacíos, solo
surcados por lágrimas. Se preguntan el por qué sin esperar respuesta a cambio.
Por primera vez en mucho tiempo, mi padre no sabe cómo actuar. Su mecánica
mente no es capaz de asumir lo que en poco tiempo ha sucedido en su pueblo.
Solo tiene tiempo para pensar en que puede que no quede futuro.
“Y, ¿cómo estará mi Anita? Lo poco que le queda ya para
parir. Las ganas que tengo que acunar a mi niño en los brazos”…
Ana sigue soportando lo indecible. Las fuerzas se las da
Ángel a unos cuantos kilómetros. Quiere ver su cara surcada de arrugas
prematuras, demasiadas para lo joven que es aún su marido. Quiere recorrer el
moreno de su piel labrado por las horas y horas de trabajo bajo el sol, las
manos pobladas de callos por el trato con la vieja y sabia madera y las tijeras
de podar. Anhela poder besarle cuando él llegue todos los días después de la
faena. Desea más que todas las cosas del mundo, prepararle el potaje de
tagarninas que a él tanto le gusta, porque es en esos pequeños detalles donde
Ana, mi madre, la que manda en esa casa, empieza a sentirse libre, mandando sobre
sí misma sin ser tutelada por una señora a la que le importa muy poco su vida.
Pero Ana sigue luchando. Las contracciones ya son
prácticamente consecutivas. La matrona decide comenzar…
El ejército, los bomberos de las zonas colindantes y los
voluntarios de Cruz Roja arriman el hombro. Los chiclaneros empujan con toda su
solidaridad. La noticia ya ha llegado, gracias a los teletipos, a todos los
rincones del país. Ahora tocan las horas de penumbra, porque la noche se acerca
y todo se vuelve negro.
Esperar…
Ángel no abandona la bodega. Será el último en hacerlo. Sus
compañeros tampoco. Han decidido no salir y comprobar el estado de las
instalaciones una vez las aguas decrezcan. Les va a costar recuperar el ritmo
de trabajo habitual. Pero mi padre no es de los que flaquean. Hoy todo lo ha
visto perdido, pero siempre tiene la visión de que las cosas pueden ir a mejor…
después de haber saboreado la amargura de la tragedia. Tocará echar horas para
restablecer el orden. Mi padre odia no tener el control. Mi padre desearía
estar a unos cuantos kilómetros de allí.
El alarido se escuchó en todo el ala del sanatorio. La
matrona trata de calmar a la futura madre, que suda por los cuatro costados. No
aguanta ya. Quiere ver a su primogénito. Busca su primer aliento, sus primeros
latidos, desea tocar su prematura piel de recién nacido. Ansía tener a su lado
a su marido.
-¡Empuja cuando yo te diga, Ana!... ¡¡Yaaaa!!
A punto de desfallecer, mi madre reúne fuerzas de donde no
las hay para tratar de darme un nacimiento como es debido. Me hago de rogar…
Complicaciones. El cordón umbilical se me ha enredado en el cuello. La matrona
recula y busca soluciones. Viene otra partera y un ginecólogo. La situación se
agrava. Se preparan equipos médicos como una modesta incubadora y una botella
de oxígeno, por si las cosas siguen yendo por mal camino.
-¡Empuja de nuevo!
No puede más. La valiente madre sufre por su hijo. Sufre por
mi. No sabe a dónde agarrarse con tal de tener los arrestos suficientes para
alumbrar al tesoro que va a iluminar su casa. “Angelín, te necesito más que
nunca… ¿Dónde estás, chiquillo?”. Ana está cansada, no puede más. Oye que el
niño viene con problemas. Está asustada y no quiere ni mirar. La matrona trata
de calmarla pero ella llora, desfallece, pierde las fuerzas y casi el alma en
un último grito de dolor que rompe el quirófano en dos. Sale el niño. Busco
respirar para llenar mis pulmones, pero el aire no me alcanza a la vida. El
médico actúa con presteza y trata de cortar el cordón que me ahoga. Me liberan
de mi prisión, pero no respondo. Estoy lívido. Hay líquido amniótico por todas
partes. Mi madre está encharcada en sudor y lágrimas. No quiere ver. No quiere
comprender.
Hora de la muerte: 20.41 del 19 de octubre de 1965.
Ana cogió a su pequeño en brazos. Notó a pesar de la
frialdad, que tenía rasgos de mi padre. Hasta una pequeña marca de nacimiento
blanquecina en el cuello en forma de media luna… Mi padre no llegó a conocerme.
Se encerró en si mismo, en una cárcel de la que tardaría mucho en salir. Se
culpaba de lo sucedido por no estar a la vera de Ana. Aquel día de catástrofe
comunitaria para el pueblo de Chiclana, fue un día de tragedia personal para la
familia. Volvieron a intentar tener otro hijo y lo consiguieron un par de años
después… Pero aunque Ángel quería cerrar la puerta a ese pasado, Ana seguía
insistiendo en mantener vivo mi recuerdo.
Hoy, tres años después, Ángel visita su viña. Con mucho
esfuerzo consiguió recomponer lo que la riada del 65 se llevó. Ahora toca
reemprender la marcha junto a Ana y el pequeño Julián, mi hermano al que no
pude conocer porque apenas comencé a vivir cuando ya empecé a decir adiós.
Hoy Ángel se ha dado cuenta que la viña a la que tanto
cariño le ha cogido tiene en la cepa una extraña marca blanca en forma de media
luna. Y sin saber por qué, eso le hace sentirse mejor.
Junio 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario